El consejo divino [San Zacarías / 31 de enero]

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Una lejana melodía resonaba en el patio interior del convento. Un jardín rodeado de arcos de mármol blanco con ornamentos florales y finas columnas, que separaban el vivo color de las plantas y árboles, del pasillo austero con techos abovedados que lo rodeaba.

Caminó alzando levemente su falda para no arrastrarla sobre la húmeda tierra, acercándose a la hermana que delicadamente cortaba ramas de un rosal, colocándolas con cuidado sobre una cesta de mimbre que colgaba de su brazo derecho.

- Ama... - Hizo una reverencia tal y como la habían enseñado. Dibujó una amarga sonrisa a la vez que piadosa. Sentía el impulso de abrazarse a ella, y sentir su cálido abrazo como tantas y tantas veces lo sintió de niña. - Ama tenía tantas ganas de verte... La hermana Lourdes me dijo dónde podía encontrarte. Las preocupaciones asaltan mi descanso, padre... padre no mejora Ama. - Sus ojos se humedecieron.

Los acordes de cuerda continuaban resonando entre los muros que separaban la divina tranquilidad del resto de la ciudad. Marietta sabía que ningún Dario mostraría debilidad ante cualquier persona, a no ser, que ésta fuese de su misma sangre.

La mujer se giró y dejó la cesta de mimbre junto a sus pies. Acababa de sacudir su hábito aquella mañana para que los molestos nudos se desprendieran, que bastante amor profesaban por Dios con su clausura como para hacerlo también en perpetua penitencia. Carola, quien allí se llamaba Hermana Ángela, indicó con discreción a la muchacha que se acercara.


Mientras hablaba de estas formas, la hermana Ángela tomó de la mano a la muchacha y caminó con ella por los huertos que esa mañana estaban trabajando. La intimidad que las sombras de un hermoso olmo les proporcionaban hizo que la mujer se parara y mirara de nuevo a la chiquilla.

-No desesperes, cariño. No voy a decirte que tu padre va a vivir, ni tan siquiera puedo asegurarte que a mí misma no me visite esta noche aquella dama de negro y me lleve junto a Dios. ¿Pero acaso alguien puede decírtelo, niña?- Ángela agarraba su rosario y sonreía con todo el tesón que podía demostrar. Sabía que aquello estaba prohibido pero supuso que a Dios no le molestarían unas palabras de aliento para su pequeño lucero.

-Si es eso cierto, toma todo tu amor, y también parte del mío, y llévaselo a Giovanni. Recuérdale que, a pesar de las circunstancias, no deja en este mundo sino gente que lo ama.- Ángela acarició el mechón de su sobrina y secó una traviesa lágrima que se escapaba. -Gente con el mejor corazón, Marietta.

Las palabras de su tía eran tan lapidarias como dulces. Cualquier palabra de su boca sonaba reconfortante aunque la cruel verdad que portaba pudiera herir en lo más profundo de su ser. Ante ella no cabía el disimulo, ni el aplomo, ante ella podría seguir siendo la frágil niña que revoloteaba inocente tras sus faldas.

Varias lágrimas rodaron por sus mejillas.

- Ama, si es voluntad de Dios, que así sea... pero temo, que los rumores que bullen en Venecia sean ciertos. Que padre sea víctima de un desalmado que no ve más allá de su interés. Padre estaba sano, siempre lo estuvo. - Su voz sonaba tenue, no se atrevía a alzar la voz ni tan siquiera en el aislado patio del convento.

- He mandado llamar a galenos desde todos los rincones de Venecia, he rezado cada noche con toda mi alma, he movido cielo y tierra para encontrar una cura a su mal. Pero Ama, nadie sabe qué ocurre. Pasan los días y la esperanza merma. ¿Qué debo hacer? No estoy preparada para la ausencia de padre, no se qué haría sin él. Lucharé hasta que Dios me lo arrebate. - Calló un segundo y miró a su izquierda, el olmo que las cobijaba del sol de media mañana albergaba un nido de pájaros donde una pareja de gorriones se arremolinaban.

- Si este es el camino que el Señor ha preparado para mí, lo asumiré con entereza. Es solo que, en ocasiones, la soledad pesa demasiado y ahoga.

Suspiró profundo. Si alguien comprendía su sentimiento era ella. Su amado Vincenzo solía estar ocupado con asuntos familiares y ella, como consejera del Dux tampoco disponía de tiempo suficiente para acompañarle. Ahora le necesitaba a su lado, al igual que al resto de su familia en el momento más dificil de su vida.

-"Desventurada aquella que echa en falta a su marido cuando canta el gallo"- musitó la hermana Ángela mientras caminaba hacia un pequeño montículo de rocas que se disponía bajo la sombra del árbol. Una vez allí, invitó a la muchacha a sentarse.

-Tarde o temprano, mi niña, tu padre faltará. Todos faltaremos, es el destino de todo ser viviente llegar algún día a fenecer. Es por ello por lo que no tienes que entristecerte, más bien estar dichosa, pues tu padre, cuando nos deje, irá a un lugar de pastos verdes y pájaros cantores.- parecía esforzarse por hacer entender a la pequeña que la muerte es sólo el comienzo de una existencia de plenitud y felicidad allá arriba. No obstante, era obsesión de los más jóvenes aferrarse a la vida con la fiereza de una bestia. No podía reprochárselo, también ella lloró muchas muertes en su infancia.

-Nunca estarás sola, Marietta. Siempre que pienses en él, sentirás su amor y su bendición.- apoyó la mano sobre el hombro de la chica. -Además me tendrás a mí, a Armando, a tu buena amiga Isabella... aunque ahora sea la pomposa mujer de un príncipe francés.- hizo un par de gestos jocosos, casi burlándose de aquello. Entonces se inclinó tanto como su pesado hábito le permitía y alzó el rostro emborronado por las lágrimas de su niña.

-No hay palabras de aliento para esto, Marietta. Sólo la certeza de que sobrevivirás a ello y te hará más fuerte.- miró fijamente a la chica y, sin mediar más palabras, le dio un fortísimo abrazo. -Tu padre te quiere, cariño. No permitas que se vaya con una lágrima en los ojos.

Las palabras de su tía no caían en saco roto. Pero aquella lección de vida, aquella en la que debía asumir la muerte de su padre no era propia cuando aún no estaba muerto. La fe le acompañaba en su tesón de encontrar la cura para su progenitor.

- Aun no ha muerto. Hablas como si lo estuviese, pero no. La fe y la esperanza de luchar no me abandonan. Encontraré la cura y la causa Ama. Venecia no se quedará sin Dogo. - Sentada a su lado, limpió sus lágrimas que dejaron de emanar. La fuerza gano lugar a la tristeza en su interior.

- Sé que no estoy sola... lo sé. Pero en ocasiones... es, difícil de explicar. - Sonrió, y sonrió más a la ocurrencia de su tía respecto de Isabella. - Mi pequeña Isabella ahora tiene otros asuntos de los que ocuparse, ya no dispone de tanto tiempo como antes para nuestras confidencias, ahora su corazón esta con su marido. - Su relación con la hija única de los Fortuna siempre fue buena a pesar de la diferencia de edad, siempre vio en ella a la hermana menor que por desgracia, nunca tuvo.

Frunció levemente el ceño. Pensando en las últimas palabras de su tía. Su padre siempre esperó de su hija mucho más de lo que ella hubiera imaginado, y ahora, era el momento de demostrar qué había aprendido y en qué clase de personas se había convertido gracias a él. Se levantó y ofreció su mano a su tía para ayudarla a incorporarse.

- Ama, debo irme. Padre me necesita a su lado. Mañana será de nuevo un día triste, donde recordaré un año más, la historia en la que padre me acunó al nacer y prometió a madre que cuidaría de mi antes de morir. - La amargura se dejó ver en un rostro que no dejaba de sonreír con dulzura. Aquella preciosa historia le recordaba que los Dario fue el mejor hogar que Dios pudo darle. - Tus palabras me reconfortan siempre el alma y el espíritu. Gracias por escucharme y darme consejo. - Abrazó a su tía con la delicadeza que se abraza lo que más se ama. Leoric la esperaba a las puertas del convento para devolverla a casa sana y salva.

Ángela escuchó el discurso de tesón y esperanza de Marietta y se arrepintió de algunas de sus palabras, más aún de algunos de sus pensamientos. Se incorporó a medida que escuchaba a la muchacha y sintió incluso vergüenza de haber abandonado toda esperanza tan prontamente. Finalmente terminó sonriendo con los resquicios de buena voluntad que sobrevivían en su cuerpo y asintió.

-Por aquí siempre decimos que los caminos del señor son inescrutables... pero muchas veces nos olvidamos que es la propia fe, la propia voluntad de las personas la que puede ser determinante para que todo un camino de espinas te deje sólo a su paso los pétalos del rosal.- Ángela, tras el abrazo de la pequeña se separó de ella y la miró bien de arriba a abajo. Quizás aquello no fuera correcto para una monja pero se sentía gloriosamente orgullosa de su niña. La muerte de Catalina, Dios la tenga en su gloria, fue una desgracia para todos aunque, gracias a ello, Carola pudo ser monja y madre a una vez. Tenía mucho que agradecer a aquella difunta mujer, debería recordarlo en Maitines.

-Ve entonces niña, que el señor esté contigo.- besó la frente de la chiquilla y enrolló el rosario en torno a sus ancianas manos para alejarse de allí en silencio y contemplación... al fin y al cabo, era una monja.