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La Noche de la Triste Fortuna [España, 1487]

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Mensaje por Fortuna Mar Mayo 21, 2013 5:19 pm

Brillan como campos de cobre los olivares de Málaga con sus olivos talados, bajo el duro Sol de agosto, castigando desde el alba las tierras saqueadas y a aquellos hombres que fieles a lo que somos resistimos desde las murallas.

Mi nombre es Hamet el Zegrí y esta noche moriré mientras se rinde esta plaza.

34 años después de que tomáramos Constantinopla y tres meses de asedio mediante, hoy de nuevo vuelve a decidirse una importante batalla en la inmensa partida de ajedrez que juegan el Islam y los hijos de Cristo.

Las huestes cristianas nos rodean en tres cercos concéntricos, y desde lo alto de su caballo, aquella perra loca que es su reina Isabel hace extasiar a sus hombres con gritos y cánticos. Y ellos la vitorean. Y ella enfurece y aún grita más como posesa por un placer prohibido.

Españoles y suizos vuelven a desplegarse al norte y el oeste como un mar de chicharras incallables. Desde lo alto de la alcazaba veo los cañones de los franceses ya montados en las lomas, y los regimientos de picas y espingardas que descienden, comandados por aquel hombre cruel que es Alonso de Cárdenas, maestre de la infame Orden de Santiago, asesino de mujeres y niños.

Mi hermano Alí Dordux aún sobrevive a mi lado, comandando junto a mí a los nazaríes. Ordena con su único brazo sano que los arqueros fieles al Sultán se oculten en los adarves bajos de la alcazaba, cubriendo los primeros barrios ante el asalto total que pretenden las tropas cristianas. Ya hace tiempo que perdimos los arrabales. Incendiados, conquistados por aquel hombre de Cárdenas, quien después de su asalto dio bula y libre albedrío a la carnicería de la Santa Hermandad, fanáticos ebrios de pecado.

Estallan los cañones y primero es el acero el que golpea nuestras murallas. Miró hacia abajo, la Judería y los barrios que rodean la Mezquita Mayor, y se me encoge el alma recordando los gritos de los vecinos. Hombres de paz y de bien que no han pedido traer la guerra a esta ciudad, gentes que nunca han visto una bombarda ni han oído sus alaridos de muerte. Por ellos peleamos. Por ellos y por algo más.

Vuelven a disparar. Esta vez no se escucha el sonido del acero reventando la roca sino un traquetear muy repetido que confunde a nuestros hombres. Son los cuerpos de nuestros prisioneros los que disparan, de ellos y de Abdul Al-Din, nuestro asesino, que paga de esta manera su error, matando a una cortesana en lugar de a una reina. Un grito de rabia y dolor se levanta entre nuestras tropas y ésa es la señal que los chacales esperan. Los cuernos y las trompas prorrumpen en las laderas, y los cristianos caen sobre nosotros.

Pierdo a gran parte de mis hombres en las primeras murallas ante las mazas de la Santa Hermandad y las picas de los suizos. Aún resistimos más de media hora cargando por las callezuelas con los caballos asfixiados, y nos retiramos a la Mezquita Mayor cuando la Puerta de Antequera es derribada. Miro hacia el cielo con angustia viendo que el Sol aún no se pone. Alá nos guarde.

Desde los muros del templo puedo ver los pendones de la Reina y de Cárdenas acercándose desde el oeste entre salvas de pólvora. Miró hacia el norte y veo a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, organizando el asalto a la alcazaba. Las banderas del Zagal, nuestro Sultán, comienzan a ondear en retirada, y comprendo que ahora es cuando empieza nuestra verdadera tarea.

Me retiro con los míos hacia la alcazaba bordeando las murallas de los fenicios y ascendemos hasta el Palacio Nazarí. Mi hermano Alí Dordux me espera con su armadura de oro y me saluda con la mayor parte de sus hombres, que parecen entre tranquilos y asustados.

- Es la hora.

Asiento. Llamó a Yusuf, el más rápido de mis capitanes, y le entrego a él y a tres de sus hombres los cofres que tanta sangre han costado. Yusuf los observa y casi puedo observarle aguantando la respiración. Son los cofres donde descansan los secretos del Reino nazarí, la verdad y el conocimiento que llevamos siglos atesorando en las bibliotecas de Córdoba y Granada. El Zagal los había dejado en Málaga con el objetivo de evacuarlos en secreto, retirándose a Almería y Granada para atraer como un señuelo a los moscones del Norte. La traición de alguno de nuestros hombres condenó esa estrategia al fracaso, a esta ciudad a la caída, y a sus habitantes a la muerte. Saben que están aquí. No podemos permitir que se hagan con ellos.

Mi nombre es Hamet el Zegrí y esta noche moriré mientras se rinde esta plaza. Morirán junto a mí algunos de mis mejores soldados, así como han muerto millares de musulmanes en esta ciudad, y decenas de millares en las tierras del Sultán. Morimos por la vejez y la locura de nuestro antiguo Sultán, y por la cobardía de su hijo Boabdil, pero también morimos por nuestros hijos y nuestra sangre, y con nuestra muerte evitaremos vender el reino y entregar a la puta de Isabel aquello que nuestros padres llevan siglos atesorando.

Mi nombre es Hamet el Zegrí y soy fiel al Zagal, el único hombre que sigue a Alá en estas tierras. Él y yo pertenecemos a una dinastía de hombres amantes de la paz y la prosperidad, y tratamos de salvar nuestro secreto del salvaje infiel y su deseo de conquista. Somos hombres de Dios, y seremos recompensados. No podemos permitirnos la derrota. ¡No podemos…! Alí Dordux me toca el hombro sacándome de mis pensamientos. Cabeceo, asiento, y me pongo en marcha.

Cien de mis hombres y yo corremos con antorchas por la coracha de la alcazaba hacia el castillo de Gibralfaro, una fortaleza antigua que está unida a la de esta ciudad por un pedazo de muralla entre los riscos. Miro a los lados y veo las escalas de los cristianos asaltando las murallas. Debe de ser un grupo reducido con la misión de interceptar a los que huyen. Esta vez sí han mordido el anzuelo, creyendo que escapamos furtivamente. Sonrío y aprieto la carrera.

Organizamos precipitadamente la defensa en la Sala Mayor. Braseros en las puertas, arqueros en las ventanas y el grueso de mis lanceros junto al trono. Alí Dordux debe a estas alturas estar rindiendo la ciudad de Málaga y negociando las vidas de sus supervivientes. En realidad lo que negocia es nuestro tiempo.. Si le preguntan, ignorará que yo escapé con el secreto nazarí en mis manos. Si le preguntan, soy un traidor. Si le preguntan, he robado los cofres nazaríes y merezco la muerte y la infamia en mi memoria.

Los pocos cristianos que nos han visto y escalado las murallas rodean la sala y con arietes revientan las puertas. Los braseros dispuestos en la entrada queman a algunos, pero tras unos minutos de confusión unas mantas mojadas allanan el camino y sus espadas roperas quiebran las primeras lanzas de mis hombres.

¡¡Santiago y cierra, España!!, gritan los suyos mientras los allah'u akbar de los míos cada vez son menos en número y frecuencia. Soy rodeado en la esquina donde la hija del Zagal tocaba con sus cortesanas y allí me pinchan, acorralado como un cerdo salvaje contra un risco, desangrándome poco a poco.

Pierdo la espada y me empujan contra los muros. Me golpean el rostro y el vientre y sus lanzas me hacen caer al suelo. Oigo las trompetas de los cristianos celebrar la rendición de Málaga, y comprendo que Alí Dordux ha conseguido bastante tiempo. Primera victoria. Oigo gritos de rabia y pasos correteando cuando descubren que no hay ningún cofre ni pergamino junto a nosotros. Segunda victoria. El Sol ya se ha marchado y miro por la ventana mientras me atan las muñecas, contemplando la cerrada noche de Luna nueva.

Sonrió a su capitán, un muchacho llamado Lope de Mendoza, que me golpea el vientre de nuevo y me pregunta dónde están. No digo palabra. Dónde están, me repite con ira, y yo oculto a Yusuf y a sus botes con el manto de mi silencio. Les escucho en mi mente remar en la oscuridad hacia las costas de Almuñécar, invisibles a los ojos cristianos, prestos a embarcarse hacia Fez y salir de esta tierra perdida.

La furia que leo en los ojos de Lope me traduce el idioma de sus próximas palabras. Caigo al suelo entre patadas y a pesar del dolor, sigo sonriendo. Alá es grande y todo ha salido bien. Alá es grande y aunque no salve nuestras vidas ha salvado a nuestro pueblo. Alá es grande y quiera que nos volvamos a encontrar, Yusuf, en la ciudad donde nuestro destino será sellado.

Venecia.
Fortuna
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