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Prólogo: Oscuro amanecer
Ethos :: :: Asentamientos Enanos
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Prólogo: Oscuro amanecer
Golpes. Golpes lejanos, rítmicos e incesantes, como el agua que resbala por una estalactita goteando incansable sobre el suelo de una caverna. Golpes en la lejanía, a decenas de metros, al otro lado de toneladas de piedra, antigua como las raíces del mundo. Cada vez más cerca, cada vez más próximos.
Garun había nacido en Tumuzahar. Para los enanos más viejos, Tumuzahar era una reliquia, una ciudad venerable y antigua, pero no era Erebor. Para Garun era un hogar, el único hogar que había conocido, y allí era feliz.
Garun nunca había sido un buen guerrero y sus habilidades para la forja eran poco notables, sin embargo, sus manos se volvían hábiles empuñando un martillo y un cincel o incluso un pico.
La mayor parte de la ciudad fortaleza enana estaba ya restaurada, el túnel que unía Tumuzahar y Gabilgathol llevaba años activo y los enanos se habían embarcado en una de los mayores retos desde la construcción de las grandes ciudades de la antigüedad, un túnel de cientos de millas que uniera Tumuzahar con Gundubaraz, la joven fortaleza del Salón Rojo.
La construcción había empezado hacia casi treinta años y el túnel avanzaba a buen ritmo, los equipos de excavación y retirada de escombros se turnaban día y noche, de modo que siempre hubiera alguien trabajando en el túnel para alcanzar cuanto antes Gundubaraz.
Garun picaba con el mismo ánimo con que trabajaba los detalles con el cincel. Sus compañeros se sentían contagiados del buen ánimo del enano cuando este estaba cerca y no era rara la ocasión en que viejas canciones, transmitidas por sus padres y abuelos, salían de sus gargantas al ritmo del acero golpeando la piedra.
Aquel día Garun estaba de un humor inmejorable. Tras mucho tiempo estancados en una formación rocosa de gran dureza, había alcanzado un estrato de caliza negra y avanzaban a buen ritmo gracias a la dureza menor de esta. Sus compañeros habían parado a hacer un descanso, pero Garun estaba de tan buen ánimo, que el cansancio no parecía afectarle. Sus musculosos brazos, fruto de años de trabajo con el pico, subían y bajaban sin el menor atisbo de fatiga.
A pesar de la discreta luz del farolillo, el enano sabia donde golpear para hacer el mayor daño a la roca con el menor número de golpes, casi como si la roca le hablara.
Y fue entonces, en el momento en que su ánimo más alto estaba, cuando todo su mundo se vino abajo.
El último golpe había sido tan certero como los anteriores y había hecho que un fragmento de piedra del tamaño de su cabeza se desprendiera del muro. La luz que surgió del agujero iluminó su rostro, un rostro que había abandonado la sonrisa y se teñía ahora del mayor de los temores, conforme iba comprendiendo la situación.
No pocos eran los que habían conocido el final de Durin y, en los últimos tiempos, el destino de Khazad Dum era conocido por muchos. Los ojos de Garun se cerraron lentamente, mientras a sus oídos llegaba el grave y ominoso bufido que salía a través de la piedra, de nada servia gritar para alertar a sus compañeros, a pocas decenas de metros de distancia, estaban ya condenados.
Golpes cada vez más cercanos, tan cercanos que podía escuchar la respiración de quien los producía. Por fin, después de tres edades de cautiverio, podía saborear la libertad. Tras milenios de letargo, el último Balrog de Morgoth había despertado.
Garun había nacido en Tumuzahar. Para los enanos más viejos, Tumuzahar era una reliquia, una ciudad venerable y antigua, pero no era Erebor. Para Garun era un hogar, el único hogar que había conocido, y allí era feliz.
Garun nunca había sido un buen guerrero y sus habilidades para la forja eran poco notables, sin embargo, sus manos se volvían hábiles empuñando un martillo y un cincel o incluso un pico.
La mayor parte de la ciudad fortaleza enana estaba ya restaurada, el túnel que unía Tumuzahar y Gabilgathol llevaba años activo y los enanos se habían embarcado en una de los mayores retos desde la construcción de las grandes ciudades de la antigüedad, un túnel de cientos de millas que uniera Tumuzahar con Gundubaraz, la joven fortaleza del Salón Rojo.
La construcción había empezado hacia casi treinta años y el túnel avanzaba a buen ritmo, los equipos de excavación y retirada de escombros se turnaban día y noche, de modo que siempre hubiera alguien trabajando en el túnel para alcanzar cuanto antes Gundubaraz.
Garun picaba con el mismo ánimo con que trabajaba los detalles con el cincel. Sus compañeros se sentían contagiados del buen ánimo del enano cuando este estaba cerca y no era rara la ocasión en que viejas canciones, transmitidas por sus padres y abuelos, salían de sus gargantas al ritmo del acero golpeando la piedra.
Aquel día Garun estaba de un humor inmejorable. Tras mucho tiempo estancados en una formación rocosa de gran dureza, había alcanzado un estrato de caliza negra y avanzaban a buen ritmo gracias a la dureza menor de esta. Sus compañeros habían parado a hacer un descanso, pero Garun estaba de tan buen ánimo, que el cansancio no parecía afectarle. Sus musculosos brazos, fruto de años de trabajo con el pico, subían y bajaban sin el menor atisbo de fatiga.
A pesar de la discreta luz del farolillo, el enano sabia donde golpear para hacer el mayor daño a la roca con el menor número de golpes, casi como si la roca le hablara.
Y fue entonces, en el momento en que su ánimo más alto estaba, cuando todo su mundo se vino abajo.
El último golpe había sido tan certero como los anteriores y había hecho que un fragmento de piedra del tamaño de su cabeza se desprendiera del muro. La luz que surgió del agujero iluminó su rostro, un rostro que había abandonado la sonrisa y se teñía ahora del mayor de los temores, conforme iba comprendiendo la situación.
No pocos eran los que habían conocido el final de Durin y, en los últimos tiempos, el destino de Khazad Dum era conocido por muchos. Los ojos de Garun se cerraron lentamente, mientras a sus oídos llegaba el grave y ominoso bufido que salía a través de la piedra, de nada servia gritar para alertar a sus compañeros, a pocas decenas de metros de distancia, estaban ya condenados.
Golpes cada vez más cercanos, tan cercanos que podía escuchar la respiración de quien los producía. Por fin, después de tres edades de cautiverio, podía saborear la libertad. Tras milenios de letargo, el último Balrog de Morgoth había despertado.
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