Presentando respetos al aquejado (Diomedes) [1 de Frebrero/Ca'Dario]

Las aguas resplandecían bajo el sol veneciano mientras la barcaza avanzaba por los canales hacia la gran mansión. A diferencia del resto de visitantes, la familia Diomedes llegó envuelta en un halo de tristeza y silencio. Su nave era sobria y robusta, más propia para salir de pesca o viajar que para llevar a cabo una visita de cortesía, sin embargo los griegos no se habían caracterizado por almibarar sus actos, mucho menos en situaciones tan amargas como aquella.

Presidiendo al grupo se encontraba Eurydice, con su particular mirada férrea y su talante guerrero. Había casi un metro de distancia entre ella y el resto de la familia, como si fuera la avanzadilla que protegía al rebaño. Silas y Sofía se encontraban sentados, con las manos cruzadas y el rostro cabizbajo mientras la hermosa Zenobia viajaba agarrada a un pequeño mástil que emergía de la embarcación. Aún se escuchaban los vítores de los obreros que la habían visto pasar y podía percibirse, por la rojez de las mejillas de la muchacha, la indecencia de sus palabras. Por último el oscuro Stephanos. Embutido dentro de su particular ropaje de cuero oscuro no parecía sino el contraluz de su hermana, un pintoresco claroscuro que no terminaba de encajar allí.

El pie de Eurydice se apoyó sobre el muelle y la embarcación cedió ante su fuerza. Silas y Sofía se alzaron, titubeando éste unos instantes. Su esposa le susurró unas palabras a las que él asintió sin mirarla. Alzó su rostro y tomó tierra con la ayuda de su hija.

-Hoy los pájaros sollozan más que cantar, no me hallo sorprendido. Corren tiempos aciagos, querida Marietta. Espero que todos nuestros rezos hayan sido escuchados y ésta no sea más que una visita de cortesía a vuestra merced.- el anciano agarró la mano de la muchacha con ambas manos y la agitó con escasa fuerza. Se forzó a sonreír amargamente mientras, junto a él, aparecía su esposa.

-Lamento profundamente la situación de su padre, señoría...- la mujer hizo una ligera reverencia. Sus ojos miraban hacia el suelo, mas no hacia Marietta, sino hacia direcciones dispares que no poseían concierto. Nadie podía culparla, Sofía perdió la vista largos años atrás mas aún no había aprendido a cerrar los ojos.
-Es costumbre en mi familia otorgar un presente a los amigos cuando se encuentran en situaciones difíciles... Zenobia.- la muchacha avanzó unos pasos y ofreció con sumo cuidado, y una reverencia, un pequeño bulto envuelto en seda azul. Lo desenvolvió ella misma y apareció frente a los ojos de Marietta un hermoso cofre de plata engarzado en zafiros. Zenobia se lo tendió con delicadeza.


-Siempre que se sienta alicaída y las traicioneras lágrimas amenacen con derramarse, abra el cofre y desahóguese. Poco a poco verá que sus pesares terminan encerrados en esta caja al igual que las lágrimas sobre él derramadas...

-...y cuando ya sus penas hayan cesado de existir, arrójelo a los canales.- Zenobia miró a su madre y se abrazó a su brazo. -Que el dolor se asfixie en su tumba de agua.

Aquel día fue toda una sorpresa. Stephanos amaneció pensando que, tal vez, solo fueran él y Eurydice a presentar su apoyo a Marietta y a su familia. Pero por alguna jugada del destino, Silas encontró la fuerza suficiente para abandonar el lecho de su hijo, su vigilia y su cuidado, y acudir al eventro. Triste evento, por cierto. Aunque Stephanos se negaba a dar al Dogo por muerto. Debia recuperarse.

   Despues de un rato haciendo las cosas que todo hombre hace al levanterse, y que son innecesarias de relatar, Stephanos vigiló la espalda de la comitiva familiar. Fue el último en embarcar, con una nueva muestra de aprobación. Su barca era funcional, robusta y resistente. No estaba engalanada con girnaldas y adornos inútiles. Todo aquello con lo que Stephanos se rodeaba era funcional, austero y útil. Sonrió rompiendo la seriedad de su rostro. ¿Acaso están despertando los viejos leones de Creta?

    Atravesó los canales de Venecia, apoyado en la barandilla de popa y observando la ciudad al paso de la barca. Habló, poco pero lo hizo, con la joven Zenobia. La pequeña estrella de los Diomedes, que parecía no dejar de brillar nunca. Habria de protegerla como si fuera un tesoro. Protegerla de los lujuriosos venecianos y sus artes lingüísticas capaz de encandilar a una damita como ella. De echo, Stephanos acarició el pomo de su sable hasta cuatro veces, cuando habia obreros y trabajadores cercanos que ensalzaban las virtudes de Zenobia. Y hasta cuatro veces las obscenidades callaron abruptamente. ¡Pobre de aquel que corteje a la joven o se atreva a seducirla sin haberla desposado!

   Cuando bajaron, ayudó a su padre a bajar, si éste aceptaba la ayuda, y siguió a sus padres hacia la mansión de los Dario. Y allí estaba Marietta. Radiante. ¿Cuánto hacía que no la veía? Desde aquella velada en el teatro. Antes de poner pie a tierra, dejó su sable con uno de los hombres de la familia. No era quién para entrar armado en la finca de los Dario.

  - Su Señoría. Vuestro padre se recuperará. - Stephanos, siempre parco en palabras, realizó una recta y educada reverencia delante de la primogénita del Dogo. - Nos ponemos a vuestras manos, Señoría. Si hay algo que podamos hacer por vos y vuestro padre, solo tiene que sugerirlo.

   Stephanos, como siempre, era formal. Aunque podía atreverse confianza, no habia calidez en sus palabras y nunca traspasaba el muro de las formalidades. Habia observado como muchos tomaron las manos de la joven, o habian mostrado su preocupación de una forma más o menos efusiva. Aunque la preocupación del Diomedes era sincera, estaba medida.

Las ropas oscuras, la pose contenida, el gesto adusto y la mirada centrada en lo que acontecía en la puerta de Ca'Dario, el que también era digno descendiente de Guido Dario aguardaba a que la entrada quedara más despejada de visitantes para entrar en la casa. Roberto supo apreciar el hecho de que los nobles fueran recibidos por su prima Marietta y no el retrasado que ensuciaba el nombre mas grande que hasta ahora hubo en la familia de su madre. Parecía más que evidente que nadie en Venecia esperaba que el joven guido ocupara un puesto de responsabilidad en la familia, y así era tratado de facto.

¿Quienes habían acudido ya? ah.. los Barbarigo, un gesto arriesgado con la presencia de un Barbaro en la misma casa, pero también un gesto necesario. E inteligente, habían tenido la prudencia de no traer al mas encontrado. También los Diomedes, contenidos y formales como se esperaría. Roberto no dejó de advertir que la joven Zenobia provocaba una no buscada atención, aunque sus ojos se demoraron mas evaluando a otra persona en la barcaza.

Se acercó observando como unos y otros ofrecian sus condolencias, algunas serias, otras chanzas, unas declarando intenciones y alguna que otra sincera. Su mirada buscó la de su prima, avanzando entre Barbarigos y Diomedes para detenerse a un paso de Marietta. Las manos se apoyaron sobre los brazos, un beso depositado en la frente, un gesto de hermano > Mi querida prima, lamento que nos reunan circunstancias tan tristes. Acudo a vuestro lado para ofreceros mi brazo y mi presencia en lo que os sea necesario. Mis padres y mi hermana rezan por vuestro señor padre, como lo hago yo desde que he sabido la noticia.

Venid dentro *añadió ofreciendo el brazo a su prima* parece que ya entraron todos. Decidme si puedo ayudaros en algo *el Cantieri como si fuera el dueño de Ca'Dario, parecía presto a ejercer de director de la ceremonia.

Has crecido mucho, prima. Y estás preciosa. - respondió al susurro con una sonrisa sincera -Tu marido debe considerarse un hombre afortunado. Tras una pausa añadío en un susurro aun mas bajo - ¿esperas problemas entre él y tus huespedes?

Los pasos del Cantieri se detuvieron al ver que se acercaba una nueva embarcación. Su prima debía atenderles y la conversación discreta tendría que aguardar a mas tarde. Con un leve gesto de cabeza señaló a su prima la presencia de nuevos dolientes y se volvio para aguardar junto a ella, manteniendo el brazo alzado como apoyo para su prima. O quizás, como si fuera el señor de la casa aguardando junto a su dama.

Mientras la barcaza terminaba de acercarse al muelle, Roberto contempló a los pasajeros. Una dama de innegable belleza llamó su atención; los cabellos tan oscuros como la noche sobre el mar, la boca generosa, hecha para recibir caricias de unos labios devotos y la mirada... la mirada contenía tanta tristeza que parecían contener todo el agua de los canales de Venecia en el dique de sus pupilas.

Roberto se quedó contemplándola más de lo que habría sido cortes, dedicando a la dama una amable sonrisa de animo para cualquiera que fueran sus pesares. Después el gesto se endureció de nuevo, al ver quien era el que acompañaba a la mujer. Ni más ni menos que el francés. No solo invadía el consejo sino que ademas se presentaba en la mismísima casa de su sangre, usando como no, artimañas en lugar de una lucha abierta.

Bien, que así fuera. Su mano bajo al cinto y acomodó en un gesto pretendidamente casual la vaina de la espada, dejándola bien apoyada, con el mango presto para una mano hábil. Una declaración de intenciones. Estaba dispuesto a enfrentarse a su rival en cualquier terreno, pero hoy no sería el acero el arma elegida.

Si aquello era un baile de dagas o espadas, nadie podía aún asegurarlo. Todas las familias comenzaban a ir llegando, y cada una de las conversaciones  llevadas a cabo bajo esos muros valía su peso en ducados.  Fuese como fuera,  de entre todos los bailarines allí presentes, de entre todos los peces de la charca, uno destacaba… El príncipe francés se movía con especial agilidad ante el resto, sin una expresión demasiado afectada, demasiado nerviosa, demasiado doliente.  Conocía los pasos a la perfección.

Por eso Philippe había ayudado a descender primero a su suegra, y luego a su bella esposa de la góndola, apeándose primero como un extranjero acomodado a ese peculiar medio de transporte. Después, como buen esposo, había permitido que su mujer se agarrara de su hombro y se dejara llevar. Decían las costumbres que aquellos gestos respondían a una tradición romana, según la cual todo marido debía facilitar a su matrona los paseos por el espacio público. Las mujeres eran las señoras de su hogar, pero fuera de él, el mundo estaba lleno de peligros y protocolos estudiados para pacificar a los bárbaros y deslenguados.  

Isabella caminaba hacia los Dario cuando Philippe advirtió que un hombre se acercaba a Marietta y era recibido con particular intimidad.   - ¿Quién es? – susurró al oído de su esposa.  Fuese primo, hermano de Vincenzo o amigo de Giovanni, eso Philippe no lo sabía. El infante francés se había adaptado con comodidad al Consejo de los Seis, pero estaba lejos de conocer todo rostro en Venecia. – Aguardemos nuestro turno, querida.

Philippe viró entonces su rumbo y se acercó a la familia Diomedes, los primeros en ocupar la sala. Mientras Silas y aquella ciega se hacían más claros a la luz de la vela, Philippe permitió a Isabella liberarse para que saludara a los demás miembros de la familia.  Laura y el infante francés hicieron una cuidada reverencia ante los cretenses, y Philippe los repasó con la mirada.  Aquella familia extranjera compartía con él una cierta condición, pero a decir por los ropajes de algunos de sus hijos, no todos los extranjeros tenían lo mismo que aportar a la Serenissima.

- El poder tiene extrañas formas de presentarse ante los hombres. – dijo Philippe con voz entonada y ademanes corteses. – y hoy parece que el dolor solo pertenezca a una familia. Que las leyes de los hombres no cieguen las de Dios– sus ojos se clavaron en Stephanos, quien para él, era ahora el heredero de los Diomedes. Bajó la mirada ante él con respeto, y después compartió su pésame con Silas. – Y que el Señor guíe nuestras almas durante el calvario, y nos otorgue fuerzas si nos condena la Fortuna.  Lamento el estado de su hijo. Parece, y mi esposa no lo desconoce, que no son tiempos benditos para esta ciudad.

Philippe esperó a que los Diomedes respondieran, presto a una primera conversación antes de prestar sus saludos ante Marietta. La madre de los Fortuna se acercaba a Sofías y susurraba unas palabras. Como familia recién llegada y familia recién recibida, ambos podían tomarse un tiempo protocolado.  Parecía que aquello podía durar unos minutos, y que ninguna ausencia iba a importar en exceso mientras alguien no orquestara el siguiente cambio de pareja.

Con cierto retraso, Eurydice Diomedes se incorporó a la recepción. Parecía que se había encontrado con alguien, su buena amiga Danae Foscari, quien llegaba a su lado. Eurydice vestía una loriga y un tabardo con el emblema de la Guardia Turquesa. Se acercó a la puerta e hizo un saludo, casi una reverencia, hacia Marietta. Al incorporarse su mirada se quedó fija en la de la chica durante casi diez segundos en los que ni tan siquiera sus pestañas se movieron. Parecían estar comunicándose a través de las mentes, una mirada que hablaba por sí misma; quizás de complicidad, quizás de duelo.

-Señoría...- acto seguido, acarició el pomo de su espada y se inclinó ante los presentes. Alzóse de nuevo y observó al Cantieri y los demás. Saludó también lo más formal posible y después se unió a sus padres para entrar en el palacio.

Danae caminaba junto a Eurydice y la imitó en todos sus gestos y reverencias. No obstante, como buena dama criada por Flavia Foscari, Danae alzaba parte de su vestido como gesto de delicadeza.

-Lamento mucho la situación de su padre, señoría. Dios ha decidido poner a prueba nuestra Fe y nuestro amor hostigando a nuestros seres más queridos. Espero que no termine en lágrimas...- terminó entonces la reverencia y alzó la mirada. Sus mejillas se sonrojaron al mirar a Roberto y después palidecieron al llegar a Stephanos. Su ceño se frunció y un gesto de condescendencia sustituyó al anterior discurso. Con un desaire y un giro de cabeza, Danae entró en la mansión.

Los ojos de Marietta se ahogaron durante unos segundos en los de Roberto. Negó con la cabeza restando importancia al conflicto entre su marido y el resto.

- No, Roberto. Hoy no espero problemas, sé que cada uno estará en su lugar. Mi padre merece respeto, y respeto se le dará. - Sonrió amarga. Los invitados de aquel desgraciado día se acumulaban en la entrada y su papel como anfitriona parecía desbordarse. La llegada de la familia Fortuna pospuso la conversación con su primo. Notó como miraba a los recién llegados, posó su mano sobre su brazo y lo apretó levemente. - Roberto, será mejor que entréis, os veré dentro con más tiempo y calma. - Asintió con la cabeza y soltó su brazo con delicadeza dirigiéndose a Isabella.

A medida que los pasos acortaban la distancia entre ellas, deseó llorar. Llorar hasta desbordar los propios canales de Venecia. Esta vez el protocolo no fue el adecuado. Sin mediar palabra alguna abrazó a la primogénita Fortuna entrecerrando los ojos, aferrándose durante cortos segundos a su fiel confidente y amiga. - Gracias por venir. - Fue lo único que logró susurrar evitando que sus lágrimas rodaran por sus mejillas. Se separó de ella, acariciando su rostro y su pelo. Parecían tristes, pero la ocasión no era para menos. Miró entonces a Philippe y sonrió. - Es para nuestra familia un honor vuestra presencia, por favor adelante - Señaló con su brazo a dos sirvientes dispuestos a guiarles hacia el interior del palacio Dario. - Espero tener ocasión de conversar en cuanto todos los invitados hayan sido bienvenidos.

Hoy Isabella era dichosa. Recién casada, feliz con el francés, aunque todo sea dicho, las habladurías por desgracia, no rendían verdad al porte presente. Pero era feliz y era suficiente. Que su primer día de esposa estuviera acompañándola, significaba mucho para Marietta.

La presencia de Eurydice en parte la ponía nerviosa. Aquella mujer imponía tan solo con su presencia más aún que cualquier caballero de la sala. Sonrió amable tanto a ella como a Danae, invitándolas a entrar de igual forma, para agilizar la recepción. Más tarde tendría el resto del día para continuar conversaciones.

- Gracias, vuestras palabras calman el dolor de nuestro corazón y avivan la esperanza de velar por la vida de mi padre. Sed bienvenidas. - Esperó a que entrasen, tomando aire en un profundo suspiro. No debían quedar demasiados por recibir, cuanto antes terminase, antes podría volver a ver a su padre.