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La desolación de Sauron

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Mensaje por Manwë Vie Ene 11, 2013 2:34 pm

La antorcha seguía brillando tenue en el suelo. En su mano brillaba oscura, casi negra, la sangre. Sangre del orco que todavía agonizaba en el suelo mezclada con la que manaba de los cortes de su propia mano. Los leves jadeos del orco se detuvieron, a sus oídos solo llegaba el sonido de su propia respiración y la voz de su hermano, que le hizo volver a la realidad y recordarlo todo.

Estaban sentados en la oscuridad, contra la fría y dura piedra. Ninguno de los dos podría decir cuánto tiempo llevaban allí, decenios sin duda, siglos tal vez. Primero habían estado en Barad Dur, con los demás, después, tras múltiples torturas, les habían entregado a los generales de Sauron, para alargar su tormento. Él tan solo quería morir, dejar aquel mundo y acabar con el sufrimiento de una vez por todas. Pero su hermano insistía en que debían vivir, en que debían salir de allí y sobrevivir.

La luz de la antorcha se coló bajo la robusta puerta de hierro negro, como de costumbre. Al cabo de un momento, la puerta se abrió y la tenue luz, que para los hermanos, acostumbrados a su oscuridad, era brillante como el amanecer, inundó la pequeña celda.

— La comida — dijo el orondo orco que portaba la antorcha — ¿Muerto no eres divertido, recuerdas?

El elfo miró a su hermano y, tras un momento, alzó la mirada hacia el rostro del orco, que le devolvía una grotesca sonrisa.

— Eso no es comida — dijo con una voz débil — Es la misma ponzoña que nos traéis siempre.

El orco soltó un gruñido y lanzó el plato de arcilla en el centro de la celda. El plato estalló en cuanto impactó contra el suelo, repartiendo sobre el suelo trozos de arcilla y borbotones de las espesas gachas negras que le hacían comer.

El orco se encaró a la puerta con una leve risa, pero su propio destino estaba sellado por el plato que acababa de arrojar. Un trozo de plato impregnado de gachas le hizo resbalar y cayó de espaldas con un sordo golpe.

El elfo lo miró sin comprender que había pasado, pero notó de pronto como su hermano tiraba de él hacia arriba y lo obligaba a ponerse en pie mientras señalaba un gran trozo de arcilla triangular.

Los leves jadeos del orco se habían detenido y él, Elrohir hijo de Elrond, contemplaba todavía el pedazo de plato que había cortado su piel y el cuello del orco.

— Tenemos que salir de aquí — escuchó a su espalda la voz de su hermano Elladan — No se nos volverá a presentar una oportunidad así.

Elrohir alzó la mirada hasta la puerta abierta y asintió lentamente. Se puso en pie con dificultad y le hizo un gesto a su hermano. Las piernas de Elrohir no eran más que huesos cubiertos de piel, como el resto de su cuerpo. Su piel era pálida y su cabello fino y quebradizo por los años sin ver el sol.

Antes de salir, se agachó junto al cadáver del orco y se hizo con el cuchillo que llevaba, oscuro y mal forjado, pero afilado y largo como su antebrazo.

Sus pasos eran lentos y tambaleantes, los músculos comenzaron a arderle pronto, después de tanto tiempo sin usarlos, pero su voluntad y las apremiantes palabras de su hermano evitaron que se detuviera.

Los hermanos se ocultaron entre las sombras, evitando los orcos y uruk-hai que rondaban la fortaleza. Elrohir degolló a los pocos que no pudieron evitar y, tras largos y agónicos minutos, llegaron a la muralla exterior. Se deslizaron muralla abajo con una gruesa y mal trenzada cuerda y se ocultaron entre las rocas, casi esperando a que los servidores del Señor Oscuro saliesen tras ellos.

Los gritos llegaron de pronto, pero ningún orco se asomó por las murallas. Elladan tiró de su hermano, haciendo que echara a caminar y juntos treparon un escarpado peñón para observar a su alrededor.

Elrohir entrecerró los ojos, ya acostumbrados a la tenue luz de Mordor. Barad Dur se alzaba en la lejanía y el Monte del Destino brillaba como si odiase la tierra en la que estaba enclavado. El elfo alzó lentamente la cabeza hacia la fortaleza que acababan de abandonar y reconoció Cirith Ungol por los relatos de Mithrandir. Su mirada se dirigió al paso que se dirigía al oeste, por allí podrían escapar.

Elrohir, con el largo cuchillo cubierto de sangre todavía en la mano, echó a caminar con paso débil, solo, pues Elladan habia muerto doscientos ochenta y siete años atrás, Elladan solo existía ya en su mente.


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